La inversión socialmente responsable (ISR) no es una moda, sino que sienta sus bases en una profunda transformación del gobierno corporativo de las empresas que lleva al menos medio siglo gestándose. En los años 70 se acuñó el concepto de balance social de las empresas, que superaba el retorno meramente económico para considerar la aportación que se realizaba a todas las partes interesadas. A medida que se ha tomado conciencia de que factores como la sostenibilidad ambiental y la responsabilidad social son tan relevantes como los beneficios de las compañías y no incompatibles con ellos, sino que los potencian, la forma en que se gestionan las empresas está evolucionando hacia modelos que integran la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en todos los escalones de gestión, incluyendo por supuesto a las finanzas.
Por otra parte, en la esfera política y desde la Declaración de Naciones Unidas de Estocolmo (1972) se ha incrementado exponencialmente durante las últimas décadas la preocupación y medidas de los Gobiernos y organismos supranacionales encaminadas a orientar la actividad económica hacia la sostenibilidad ambiental, lo que se ha traducido no solo en regulación sino en incentivos cada vez mayores para que las compañías adapten su actividad a esos fines.
En la actualidad, la preocupación de antaño ha devenido en urgencia, puesto que las investigaciones sobre el clima y los efectos de la actividad humana en el medio natural han puesto sobre la mesa la perentoria necesidad de reorientar las formas de producción, consumo y generación de residuos para que su impacto ambiental se reduzca significativamente en las próximas décadas.
Las inversiones en transformar las empresas para que su actividad sea limpia se consideran un objetivo prioritario, pero pueden tropezar con los efectos de la crisis económica que acaba de empezar por la pandemia del coronavirus. Las empresas pueden adoptar la actitud conservadora de cancelar inversiones hasta que el mercado se recupere, lo que retrasaría la transformación ecológica tan necesaria.
Como respuesta, la Unión Europea ha fijado dentro de sus políticas conducentes a propiciar una salida de la crisis lo más rápida posible el marco de ayudas a los Estados miembros dentro del programa Next Generation EU, dotado con hasta 750.000 millones de euros, buena parte de los cuales estarán orientados a acelerar la doble transición ecológica y digital. Por tanto, habrá dinero extra en Europa para que las empresas inviertan en mejorar sus procesos productivos para que sean respetuosos con el medio ambiente y es probable que, de alguna forma, no solo se frene un temido proceso de desinversión en este aspecto, sino que se potencien las inversiones al calor de las subvenciones y préstamos que pueden obtenerse con cargo a este programa de la UE.
Otro factor a tener en cuenta es el mercado, cada vez más orientado hacia productos y servicios responsables y ecológicos. Lo que antes era un signo de distinción, empieza a ser una exigencia generalizada de los consumidores. Por tanto, las empresas no ven en su transformación ecológica una fuente de gasto, sino la manera en que pueden rentabilizar mejor sus estructuras, dar respuesta al mercado y obtener beneficios crecientes y sostenibles en el tiempo. De alguna manera se ha producido una evolución en la mente de los gestores empresariales que ven las ventajas competitivas de realizar procesos productivos limpios.
Es obvio que no basta exclusivamente el dinero o apoyo público, sino que se necesita movilizar fuertes cantidades de ahorro privado para que las empresas dispongan de la necesaria financiación. Como hemos dicho, el sector financiero también está involucrado en este proceso y no solo para contribuir a la sostenibilidad desde su propia actividad, sino canalizando fondos de diversas formas para contribuir a que las empresas cumplan con estos objetivos mediante líneas de financiación y vehículos de inversión específicos.
Si bien las entidades de banca ética han tenido un desarrollo, aunque sostenido en volumen, muy modesto, lo que sí está consiguiendo es contagiar sus objetivos poco a poco a la banca comercial y a los originadores de productos de inversión, en particular Fondos de Inversión.
Cada vez hay más opciones para invertir en fondos ecológicos o verdes, que seleccionan sus inversiones hacia títulos emitidos por empresas cuyos procesos productivos son sostenibles y limpios y gozan de las certificaciones independientes correspondientes. En los últimos años, la rentabilidad que han obtenido estos fondos se ha situado, en general, entre las mejores del mercado, lo que vuelve a ratificar que las empresas que han realizado la transición ecológica suelen ser más rentables que el resto. Un número creciente de inversores demandan productos financieros éticos y no están dispuestos a poner su dinero en cualquier empresa a cambio de beneficios, sino que desean financiar exclusivamente empresas socialmente responsables.
Toda esta explosión de economía verde y de productos financieros para canalizar fondos hacia estas actividades tiene como contrapunto el llamado greenwashing, es decir, la picaresca que camufla de ecológico y sostenible aquello que no lo es. El riesgo es que se genere una burbuja ecológica y que la demanda de activos verdes haga que se consideren como tales a bonos y acciones emitidos por empresas que no cumplen con los estándares adecuados para que sus actividades sean calificadas de esa forma. Aquí, las empresas certificadoras y calificadoras deben tener mucho que decir y su papel es esencial para evitar convertir tan solo en una moda lo que es algo fundamental para el desarrollo económico y social.